Cine-club de La Morada en el exilio
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razones de una bala perdida (Run of the Arrow, Samuel Fuller, 1957)

9/11/2019

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Este martes, a las ocho, ya de noche, en el cine-club Chantal, en el C.S La Ingobernable, C/Gobernador 39, nos contarán la extraña historia de una bala disparada dos veces. La última bala disparada durante la Guerra de Secesión, una bala que por lejos que viaje no conseguirá perderse, no conseguirá dejar de ser bala, aunque los caminos que la lleven al blanco puedan ser intrincados. 
    Será en Run of the Arrow (por aquí se tituló Yuma), que es de Samuel Fuller y es una película del oeste de 1957. Una película que, como la de la semana pasada, es áspera pero también bella. Una película hecha de tierra y polvo, de sudor, sangre y largos momentos de acción, pero también de largos momentos de palabra, de personajes que hablan, que se hablan los unos a los otros, y piensan, y argumentan, mientras frente a ellos, o tras ellos, hay gente en silencio, gentes que estando ahí, aún en silencio, hacen presente a toda una comunidad, como si fueran el coro de una tragedia, un coro mudo pero necesario porque de lo que se trata es siempre de eso, de pertenecer o no pertenecer a una comunidad. 
    La semana pasada el personaje de Medea dejaba su tierra y al hacerlo perdía algo que tenía que ver con la magia y con el sacrificio, con la naturaleza que antes le hablaba y ahora se hacía muda. La película parecía por momentos un documental imposible sobre un tiempo arcaico, asombrosamente inventaba un pasado que lograba hacernos sentir esa extrañeza: aquellos tiempos no eran estos y sin embargo es el mismo mundo. 
    Medea viajaba en el espacio y viajaba, en cierto modo, en el tiempo. Viajaba a un lugar y tiempo en el que el sacrificio ya no tenía sentido, un lugar y tiempo donde la naturaleza ya no le hablaba, donde ya no todo era sagrado. Y el fin de ese tiempo pasado, de ese tiempo del sacrificio, no sabíamos si verlo como una pérdida o como el fin de algo ya jodido. ¿Qué fascinación era esa que nos causaba una cultura que alimentaba las cosechas con el cuerpo y la sangre de un muchacho?
    Este martes volveremos a ver un rito, la carrera de las flechas que dice el título, y volveremos a no saber bien qué hacer con el dolor, con el lugar del dolor en otro mundo, en otra cultura. El viaje lo haremos con un hombre llamado O'Meara que es, como Medea, un hombre sin lugar, alguien que está jodido y que quizás es jodido, alguien que no puede decir de dónde es, alguien que solo puede decir: soy un rebelde. Rebelde porque es un derrotado de la Guerra de Secesión que se niega a aceptar la derrota y el nuevo orden. Rebeldes llamaban a los del Sur, rebeldes se hacían llamar, pero quizás hay algo más, pasada la derrota la rebeldía se convierte en una identidad sin lugar, una identidad errante. La búsqueda del personaje es la búsqueda de una identidad. Como Medea, viene de un lugar al que no puede volver y va a un lugar al que quizás nunca pueda pertenecer. Las raíces no son tan fáciles de cambiar. 
    Y, de hecho, ¿qué leches son las raíces? La película y los personajes se hacen preguntas así. A los doce años, Samuel Fuller, el director, guionista y productor, era repartidor de periódicos. A los diecisiete era reportero de sucesos, quizás el más joven del país. También fue soldado en la Segunda Guerra Mundial y con una cámara que le había enviado su madre filmó en 1945 la liberación del campo de concentración de Falkenau. Había ido muy lejos, había vuelto y a pesar de todo no había perdido su creencia de joven periodista en el poder de las historias contadas, en la relación entre narración y reflexión. Creía también en la eficacia narrativa y en los titulares, en captar la atención y mantenerla. Dijo una vez: “toda gran película es una película sobre la educación”. En esta película sobre un derrotado, en esta película que no resuelve nada, hay sin embargo una creencia en la comunicación, una creencia en la relación entre la película y el espectador, en que hacer una película y verla puede servir para algo, para pensar, para hacerse preguntas, para no resolverlas pero sí saber que están ahí. 
    Es una película del oeste, una película de la tarde en el cine o frente a la tele, una película de aventuras que gracias al polvo, a la tierra y a la sinceridad de las preguntas que plantea parece verdadera, o incluso realista, a pesar de estar hecha de disfraces, a pesar de que uno de los sioux, Charles Bronson, naciese en Pensilvania de familia lituana, y otra, Sara Montiel, naciese en la Mancha, y quizás también sea la ocasión de pensar qué puede lo falso, qué puede la ficción cuando se sabe ficción, qué pueden las historias que nos cuentan y que nos contamos, cual es el fino borde entra la fábula y la propaganda, o quizás no, ya veremos, ya oiremos, ya pensaremos, si venís este martes a la Ingobernable, planta tercera, a las ocho y un poco (pero no mucho).
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el ángel visto desde la tierra (El cielo os pertenece, Jean Grémillon, 1944)

30/8/2019

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Sé tú Bosatsu
Yo seré el taxista
Que te lleve a casa
Este martes 3 de septiembre, a las ocho de la tarde, en el cine-club Chantal, en el CS La Ingobernable, C/Gobernador 39, veremos, queremos ver, El cielo os pertenece, de Jean Grémillon. Una película francesa de aviones y de vida de provincias. Una película sobre la ley de la gravedad. Sobre lo que vuela y sobre lo que pesa. Sobre lo que en la vida nos pesa y lo que en la vida nos eleva. Una película rodada en Francia en los años cuarenta, durante la Ocupación, recordando una historia real sucedida unos años antes, en 1937. Una historia de una mujer, de un hombre, de un avión y del mundo en el que viven.

La última vez que nos vimos en el cine-club, a finales de julio, vimos El demonio de las armas, una película bella e intensa sobre un hombre y una mujer jóvenes con una pasión en común, las armas. Sobre esa pasión construían un amor. Un amor fuera de la sociedad. Un amor fatal que sólo podía llevar a la muerte. Por el camino, además, atracaban bancos, tiendas, oficinas y demás lugares con dinero y cajas fuertes.

Este martes volveremos a ver a una pareja con una pasión común. Ya no serán las armas, sino los aviones. Y ya no será una pareja joven, sino un matrimonio de una cierta edad. Han pasado por la pobreza y la angustia del día a día y ahora tienen algo así como una situación estable, con una hija, un hijo y un taller mecánico en una pequeña ciudad de provincias. Una de esas pequeñas ciudades que lo mismo pueden saber a hogar que a encierro.

Entonces llega la aviación a sus vidas. Recordad que es un tiempo en el que volar era todavía algo inusual, algo un poco heroico y que daba miedo. Era todavía un tiempo de proezas y elegidos. Pues resulta que en la pequeña ciudad hay alguien, un médico, una de esas personas a las que escuchan en los consejos municipales, que quiere impulsar allí la aviación popular, que quiere que cualquiera pueda tener acceso, al menos una vez en su vida, a lo inusual y a la elevación. Así que en la pequeña ciudad habrá un aeródromo abierto a todos.

Los aviones no son cualquier cosa, claro. La película cuenta una historia que transcurre en los años treinta, una historia de gente que recuerda la primera guerra mundial (el marido fue entonces mecánico de aviones) y está rodada en 1944. Los aviones, en el momento del rodaje y en tantos más, son guerra y son bombas, aunque la película no dice nada de eso, quizás porque no hace falta, porque todos lo recuerdan. (Pero Grémillon sí lo filmaría ese mismo año en El 6 de junio al alba, una película que  mostraba a ras de tierra lo que eran los bombardeos, aunque fuesen aliados.) En El cielo os pertenece vemos aviones que pueden ser simplemente elevación, sorpresa de estar volando. Podemos imaginar aviones que no sean ni guerra ni comercio ni viajes, ni siquiera búsqueda de nieva en las más altas cumbres, aviones que sean vuelo sin más utilidad que el vuelo mismo, deshacerse durante un tiempo de la ley de la gravedad, de la ley del suelo, de la ley del día a día, hacerse ángel por un rato y luego volver a la tierra, qué difícil volver a la tierra.

En realidad la película casi no se sube al avión. La película se interesa mucho más por aquellos que se quedan en tierra que por aquellos que vuelan. Se interesa por el miedo y por la admiración, que son como las dos caras del amor. Se interesa por el miedo del que teme por el ser amado que vuela. La película, gracias a los aviones, gracias a la elevación, se interesa en realidad por la tierra, se interesa en realidad por la ley de la gravedad. 

Hay que ver a ese matrimonio elevar su amor a un nuevo nivel. Hay que oírle a él hablar de esa amistad nueva que tienen gracias a la aviación, esa amistad que se añade al amor, que lo agranda aún más. Hay que ver el cuerpo y el rostro de los actores, con una belleza que no es de cine, que es de otra cosa, que es como de la vida misma y de otro tiempo (a mí ella me recuerda a una de mis abuelas). Hay que verle a él hablar moviendo las manos, como echando las palabras hacia delante. Hay que ver en la mirada de ella cómo es atravesada por la llamada del cielo. Hay que ver toda esa pasión en cuerpos maduros, en cuerpos que el cine no suele mostrar así.

Sí hay que ver todo eso que es tan lindo, pero la película no nos deja creer que esa pasión tan bella de ver sea además inocente. Es una pasión asocial, para bien y para mal. Una pasión que se deshace de todo lo que quiere hundirla en la ley de la gravedad pero también una pasión que destruye otras posibilidades de elevación, no os cuento el qué, pero es un momento que da pena, pena por el daño hecho, pena por ver a los personajes capaces de hacer ese daño.
El vuelo no suprime las contradicciones, sólo las suspende durante el tiempo que se está ahí arriba, en el aire. Tras el vuelo hay que volver hay que volver a tierra o desaparecer en la muerte y si uno vuelve no puede olvidar que la vida terrenal está hecha de fuerzas y deseos que van en sentidos contrarios. Esas contradicciones la película no las resuelve, si acaso las atraviesa con su movimiento y sus emociones, pero sin sintetizarlas, sin dar una respuesta que dé sentido al conjunto y subordine el dolor a la alegría o la alegría al dolor.
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Jean Grémillon en un principio no quería ser cineasta sino músico. Fue un chico de provincias revelado por la música, como la hija de la pareja aviadora. Pudo ir a París, pudo ir a estudiar lo que soñaba. Eran los años veinte, eran tiempos del cine mudo y para ganarse la vida tocaba el piano en salas de cine y de ahí, del piano, fue derivando al cine (luego la ley de la gravedad del mundo del cine lo tiró para abajo y se quedaron muchas películas por hacer, sobre la Comuna de París, sobre la Guerra Civil, sobre la revolución de 1848, pero esa es otra historia de elevación y gravedad). 

Para Grémillon el cine empezó por la música y en cierto modo así siguió, por una música hecha planos, hecha ritmos. El cielo os pertenece a a veces se acelera, con grupos de gente que corren por las calles o por los campos de aviación. A veces la película se ralentiza, como un adagio. Se ralentiza al caer la noche. Se ralentiza en una estación de tren bajo la lluvia, en una estación de tren hecha del gris de la lluvia que cae y del negro de los paraguas.

La película avanza así, acelerándose y deteniéndose, entre muchedumbres e intimidad. La película avanza rápida y lentamente y si os dejáis llevar por su movimiento acabará por arrastraros hasta una emoción final, un movimiento de emoción que no borra las contradicciones, porque como en la vida el dolor no borra la alegría vivida y la alegría no borra el dolor vivido. Es muy extraña esa sensación que deja el final de la película, una sensación de creer y no creer al mismo tiempo en la belleza del mundo, en su posible belleza, como si la creencia en su belleza sólo pudiese ser plena si en su seno hay algo de esa incredulidad, de ese recuerdo de que la vida no se va a detener ahí sino que va a seguir, con sus contradicciones, con su peso, con sus elevaciones, pero también que sin eso, sin los momentos de elevación, el mundo acabaría por hundirse por su propio peso, porque no sólo de gravedad vive el mundo. 
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irradiar y desvanecerse (Sans soleil, Chris Marker)

22/10/2018

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¿Os gusta recibir cartas? ¿Os gusta recibir postales? A mí me gusta mucho. Oh, no pasa muy a menudo. Muy de vez en cuando. Pero también están, hay que decirlo, los mails. Los mails muy largos, los mails que cuentan muchas cosas y que ha llevado mucho tiempo escribir y que va a llevar mucho tiempo responder. Pero las postales son más lindas y las cartas son aún mejor. Debe ser cosa del tiempo. Son como tiempo compartido ¿no? El tiempo de la escritura y el tiempo de la lectura. Tiempo compartido pero no al mismo tiempo. Tiempo compartido en diferido. Qué cosas más raras hacemos... 

Vais a pensar: se está yendo por las ramas. Un poco, pero no tanto. Lo que quería decir es: la película que veremos esta semana, Sans soleil (Sin sol), es una película hecha de cartas. Aunque esto no es del todo cierto. La cosa es un poco más retorcida. Hay una voz de mujer que cuenta las cartas que un hombre le envía. No las lee, las cuenta. Como si ella misma nos enviase una larga carta en la que nos contase esas otras cartas. Es como una carta sobre cartas. Y ahora yo os escribo un mail sobre una carta sobre cartas. Parece que las cosas nunca acaban de estar contadas. Y ahora sí que podría estar yéndome por las ramas. 

Voy a probar de otra manera. Voy a probar a deciros de que está hecha la película. Hay una voz, hay sonidos, hay música, hay imágenes. Digamos por ahora que hay sobre todo una voz y unas imágenes. La voz es de una mujer, una voz suave y clara, es la voz de Florence Delay (que hizo y fue muchas cosas y entre ellas, dura y clara, Juana de Arco . Las imágenes las ha tomado un cineasta viajero que va y viene por el mundo, que sobre todo va y viene entre África y Japón. Así que vemos imágenes de África y de Japón, sobre todo de Japón, y también un poco de Islandia y de San Francisco y la tumba de Rousseau, y oímos hablar de historias, creencias e ideas, cosas de esas que se pueden contar en tres o cuatro frases, a veces querríamos que la película se parase para apuntarlas, para enviárselas a alguien, pero la película no se para y algunas de esas ideas e historias se nos olvidan, irradian y se desvanecen. Otras no. 

(Paréntesis con cosas mías que quizás os den igual, lo podéis saltar: también podría ser, claro, que tomásemos apuntes y aún así luego fuésemos incapaces de recordar. Mi abuela acostumbraba a apuntar los chistes de Eugenio que escuchaba en la radio mientras cocinaba, para poder contármelos luego. No apuntaba todo el chiste, apuntaba sólo palabras clave en un papelito. La idea parecía buena, pero resulta que luego nunca conseguía reconstruir ninguno de los chistes a partir de esos apuntes, los papelitos con palabras sueltas no se convertían en chistes con todas sus palabras, si acaso en poemas de lo más elípticos. No sé qué palabras habría apuntado ella para esperar recordar esta película, quizás vértigo, Amílcar Cabral, templo de gatos, videojuegos, televisores… No sé.)

Una historia de la película: en el siglo X, Sei Shonagon, dama de la emperatriz de Japón,  toma unos apuntes que con el tiempo serán un libro, El libro de la almohada, apuntes de cosas de su vida cotidiana y también listas, tenía afición por las listas, lista de las cosas elegantes, lista de las cosas que no merece la pena hacer... A mí me gustan mucho la lista de las cosas que ganan al ser pintadas y la lista de las cosas que pierden al ser pintadas. Podéis aplicarlo a las pelis si queréis. Cosas mejores en las pelis que en la vida, cosas mejores en la vida que en las pelis. 

Y luego está la lista de las cosas que hacen latir el corazón. Algunas de esas cosas: Gorriones que alimentan a sus crías. Pasar por un lugar donde juegan niños. Dormir en una habitación donde se ha quemado incienso. Advertir que un elegante espejo chino está un poco empañado… Esta es la lista que le interesa al cineasta. Eso es lo que él querría hacer: filmar y montar y contar siguiendo esa única sensación, aquello que le hace latir el corazón, aquello que, quizás, haga latir otros corazones. 

A todos nos late el corazón de vez en cuando, ¿no? Si a todos nos late el corazón todos podríamos hacer nuestra lista. El libro de Sei Shonagon (que quizás no pretendía ser un libro) y la película de Chris Marker tienen esa cualidad, no pretenden acabarse en sí mismos, funcionan de veras si el que lee el libro o ve la película se pone a su vez a hacer sus listas, la escritura y el montaje son algo que cualquiera podría a su vez hacer, o al menos eso sueña la película, sueña con un futuro en el que todos seríamos poetas, pero poetas de esas cosas, poetas de pequeñas listas, poetas de detalles, poetas por atención a las cosas.

La película, por cierto, es de 1983 y no para de mostrarnos pantallas. En eso es como la película de la semana pasada, que era de 2015 y era muy de su tiempo en eso, en ese vivir los personajes siempre mirando pantallas, algo que parece ser que lleva más de treinta años siendo muy de su tiempo. Y en las dos películas hay imágenes de la realidad que una vez pasadas por una máquina empiezan a parecerse a otra cosa. Ved las dos primeras imágenes del mail. ¿Véis? Es la misma mujer y es diferente, es la misma mujer pero su imagen ha entrado en la zona. Es la imagen de una mujer filmada en un mercado africano que pasa por el sintetizador de un loco de la electrónica japonés, un loco de la electrónica convencido de que sólo son verdaderas las imágenes que pasan por el sintetizador, desvaneciéndose, irradiando.

(Otro paréntesis de mis cosas: yo en los ochenta era un niño y también veía muchas pantallas, y entre lo que más me gustaba estaba esto  y espero no estar diciéndolo por nostalgia de la tele, es que ahora que lo pienso se parece bastante a la película que vamos a ver, breves fragmentos de un mundo que es este y que es muy raro y que mola ver tan raro.)

1983, 2015, en las dos películas pantallas y otro mundo, en las dos una zona donde la realidad ya sólo es imágenes, pero algo ha cambiado, lo que en la película de 2015 parecía, la verdad, bastante chungo, en la película de 1983 es otra cosa, es algo que no se ha decantado, que podría ser chungo, que quizás podría no serlo, las pantallas todavía aparecen como posibilidades, senderos que están por bifurcar. Es como una película que viniese al mismo tiempo del pasado y del futuro, de un futuro diferente al que ha sido, un futuro que podría haber sido, ese futuro en el que todos seríamos poetas, también la película imagina eso, una de sus historias esbozadas en pocas frases cuenta algo así, la visita de un viajero del año 4001, un tiempo en el que la memoria ya es plena, un tiempo en el que los chistes de Eugenio ya no se olvidan, aunque quizás tampoco hagan gracia. Quizás todo lo que nos viene del pasado nos venga también un poco del futuro, del futuro que ese pasado pudo imaginar, un futuro diferente que nos mira, nos mira raro, a saber cómo nos mira. 

Esto ya está siendo muy largo, también había apuntado que hay un pájaro que se come las mentiras del año por venir y dos países que querían ser uno, perros jugando con el mar y un perro que por siempre espera delante de una estación, espirales del tiempo en San Francisco y una batalla en una isla japonesa, y muchas más cosas, y también emúes.

Si queréis ver todo esto y más y probar a ver si nos late un poco a todos juntos el corazón es este martes 23 de octubre de 2018, siglo XXI, en el cine-club Chantal, tercera planta de la Ingobernable, C/Gobernador 39, Madrid.
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la magia de los semáforos (Yi Yi, de Edward Yang)

8/4/2018

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Ya sé que parece muy oscuro y que no se ve nada, pero si os fijáis bien veréis que es una avenida de una ciudad cualquiera de noche y que ahí, bajo el paso de una autovía elevada, hay un chico y una chica, y veréis también que entre una imagen y otra se han movido un poco y han cambiado las luces, los semáforos se han puesto en rojo y han llegado dos coches, dos coches que son cuatro faros, cuatro luces como cuatro ojos, y podría ser que esta fuese la historia de un primer amor, pongamos que lo es, como la película de la semana pasada, un primer amor a la luz de los semáforos y de los faros de los coches, hay días que las luces de los semáforos y los faros de los coches bajo un paso elevado son una cosa mágica. 

En realidad la película de esta semana, Yi Yi, que es taiwanesa y del 2000, no es la historia de un primer amor. Es, por lo menos, la historia de tres primeros amores, tres momentos de tres primeros amores, pero tampoco es eso a primera vista, no, a primera vista son unos días, quizás unas semanas o meses, de una familia taiwanesa. Es la vida cotidiana de una familia pero también se puede pensar, y la película incita a hacerlo, que es como si estuviésemos viendo la vida completa de una persona, desde el nacimiento hasta la muerte, pero en en vez de inventarse un personaje al que veríamos desde el principio hasta el final de su vida lo que hace la película es darnos a unos personajes que están cada uno en una edad, durante unos días que son para cada uno de ellos un momento con sentido, un momento en el que algo podría estar cambiando. 

Durante esas semanas todos están haciéndose preguntas, todos están en el medio del camino de sus vidas y en una selva bastante confusa. Pero si todas esas vidas son en el fondo la imagen de una única vida ¿cómo puede ser que una vida tenga tantos medios? ¿Cómo sería una vida en la que cada día fuese el medio de la vida? Hay un personaje que dice algo así, o que da a entender algo así, que cada día es un nuevo principio, que por qué tenemos casi siempre miedo a las cosas nuevas. Es un personaje japonés y un poco mago, un tipo sobre el que se posan sin miedo las palomas y que da respuestas, pero respuestas de esas que hay que repensar, respuestas de esas que son como preguntas, como pelotas que te reenvían. Y hay otro personaje que quizás podría responder a todas esas preguntas que se hacen los personajes, alguien que quizás se sepa las respuestas porque ya ha debido de hacerse y de vivir todas las preguntas, pero resulta que ya no habla. Así que por toda respuesta hay silencio y oráculos. Y también las respuestas que vayan encontrando por sí mismos los personajes, que quizás no sean respuestas para siempre pero sí respuestas para seguir viviendo, para no venirse abajo al pensar de qué están hechos los días que viven y de que estarán hechos los días que les quedan por vivir. 

Todo esto sucede en esos lugares y con esas cosas de la vida cotidiana que si no son feas al menos dan pereza, o a mí me dan pereza, como las bodas con banquete e invitados reborrachos, las reuniones de empresa, la luz de las fotocopiadoras, los muros y suelos de verdadero o falso mármol, los macdonalds, las escaleras mecánicas, las autovías elevadas, los cuñados pesados, las cafeterías con aire de franquicia, los profesores autoritarios, las relaciones con broncas cíclicas, todas esas cosas que no son tesoros preciados que querríamos compartir con personas a las que amamos un poco o un mucho, todas esas cosas y lugares que no son bellísimos muñecos gatunos ni tiendas de antigüedades como de cuento, ni lugares desde los que ver el amanecer, todo ese mundo que no es de película y que sin embargo se vuelve singular por la manera en la que está filmado, por una simple cuestión de ángulo y de distancia, que a menudo es lejana, pero no siempre, lo suficiente para dejar ver y entender lo que cuentan los cuerpos, una manera de estar de pie, de sentarse, de sujetar una bolsa, lo suficiente para que la ciudad exista siempre alrededor de los personajes. 

En la película de la semana pasada había lugares mágicos pero también lugares más banales que sin embargo resultaban siempre, de alguna manera, bellos sin dejar de ser banales, y quizás fuese simplemente porque estaban dibujados, quizás fuese esa sencilla distancia del dibujo, y en la película de esta semana, aunque no sea de dibujos, también hay algo de esa magia que permite ver lo de siempre de otra manera. Parece que estamos viendo el mundo de todos los días, un mundo que también es el nuestro, pero, de pronto, por la mirada del cineasta, se nos hace sentir que ese mundo un poco frío, un poco cansino, ese mundo que quizás miramos como si no fuese de veras el mundo, como si fuese un incordio, es de veras el mundo, es de veras el lugar en el que podemos estar presentes y sintiendo y viviendo al borde de un cambio, son los lugares un poco grises en los que quizás vivimos con más intensidad, lugares dispuestos a quedarse en la memoria de una o dos personas, por un día, por una noche que a la luz de los semáforos fue diferente de las demás.

Y quizás ya me estoy alargando mucho, recuerdo que el año en que la estrenaron esta era la película que más me gustaba y que le quería hablar a todo el mundo todo el rato de ella y que fuesen a verla sin falta, quizás porque parecía que era como la vida y sin embargo era algo más y, aunque dura tres horas y eso puede parecer mucho, si lo pensamos bien tampoco es tanto, es una condensación, la vida en tres horas, es al mismo tiempo una condensación y una distancia, una distancia que sabe dar el mismo peso a lo bello y a lo ridículo, a lo entrañable y a lo violento, algo que te permite pensar y ver la vida desde otro ángulo, desde un ángulo que al mismo tiempo tiene gracia y duele, que tranquiliza e inquieta, es de esas películas de sonreír y estar a punto de llorar, y no quisiera adelantar mucho más, pero estas preguntas y algunas de sus respuestas posibles también caben en la película, que resulta que también podría ser, a última hora, sin que nos demos cuenta, y con mucha gracia, la historia de una vocación, quizás una vocación de cineasta. 
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Todo esto será este martes, a las ocho, (dura casi tres horas así que, por favor, seamos puntuales, para que luego nos dé tiempo a hablar mucho), en el cine-club Chantal, que está en la tercera planta de la Ingobernable, C/Gobernador 39, Madrid, como quien dice Taipei, los semáforos son los mismos, a ratos rojos, a ratos verdes.
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una casa no es un motel (The Lusty Men, Nicholas Ray)

29/1/2018

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Es una casa. Quizás no sea la más bonita del mundo. Quizás no sea la más confortable. Y es cierto que parece que a nada que soplen el viento o el lobo feroz se va a caer en pedazos. Pero aún así es una casa. Y es, además, una casa en la que una pareja desea vivir. De ese deseo, del deseo de tener una casa, del deseo de tener un hogar, es de lo que va la película que veremos esta semana, The Lusty Men, de Nicholas Ray, Hombres errantes cuando la estrenaron por aquí, con Susan Hayward, Robert Mitchum y Arthur Kennedy. Va del deseo de tener un hogar y también va de todo lo contrario, del deseo de errar. Va de deseos contradictorios. Del deseo de ser cigarra y del deseo de ser hormiga. 

En la película de la semana pasada, MobyDick, aparecía un hombre que había tenido una vida de lo más dura, que tenía recuerdos de travesuras de infancia pero también recuerdos de prisión y que en un momento decía: Me acuerdo de todo aquello. Y a veces me acuerdo de lo que me va a pasar y todo. Y añadía: ¿Sabes cómo se consigue eso? Estando en paz. Estando en paz consigo mismo. Luego, en el debate, Miriam dijo que le recordaba a un poema portugués que entendí que venía a decir lo contrario: lo peor que le podía pasar a uno era tener la perfecta memoria de lo que le va a pasar mañana y al día siguiente y al siguiente. En realidad me da la extraña sensación de que tanto el hombre en paz consigo mismo como el poeta portugués tienen razón, aunque digan cosas opuestas, y la película de Nicholas Ray tiene algo de eso, es el arte de filmar la contradicción sin negar ninguna de las partes. 

En esta película el mundo del no saber lo que va a pasar mañana es el mundo del rodeo, uno de esos mundos donde se gana y se pierde dinero rápido, un mundo de toros y de caballos, de vida en caravanas, de dados, de caras marcadas por una cornada y de huesos rotos, un mundo donde por cincuenta centavos te enseñan la pierna más estropeada del mundo (¿recordáis que la película de la semana pasada estaba sembrada de piernas rotas?), donde se cuentan una y otra vez las mismas historias, cada vez más exageradas, donde las hazañas duran un instante pero su relato dura el resto de la vida y donde basta decir un nombre, ya sea de hombre, de toro o de caballo, para causar admiración. ¡Es Jeff McCloud! ¡El primero que logró montar a Zombi! Es un pequeño mundo itinerante, un resto del siglo XIX en el siglo XX. Es el mundo del Oeste, ese viejo mundo con el que se hacían las baladas y más tarde las películas, convertido ahora en espectáculo y en deporte, pero todavía errante, todavía imprevisible. 

Frente a esa forma de vida está la otra, la vida en la que se recuerda lo que va a pasar mañana, la vida en la que se ahorra poco a poco, la vida en la que se desea tener una casa propia. En realidad esa vida no la acaba de vivir ninguno de los personajes, pero es un deseo que está ahí, es un futuro por el que luchar, y es, sobre todo, el deseo de un personaje, una mujer que viene de generaciones de vida errante: Los míos eran cosechadores de fruta. Mi padre era jornalero. Crecí en tiendas y campamentos. Hasta los 19 nunca supe lo que eran un par de medias. Nunca tuvimos una casa. Siempre sentí envidia de la gente que tenía casas, que vivía siempre en la misma ciudad y tenía alguien a quien amar. También para ella el tener recuerdos de lo que le pasará mañana sería un signo de estar al fin en paz consigo misma y a su manera va a luchar por esa paz contra un mundo incierto, un pequeño mundo de hombres.

Cuando vi esta película tuve una sensación que no acabo de poder explicar: me pareció que los personajes de la película eran adultos, o que tenían problemas de adultos. No sé muy bien qué es lo qué metí inconscientemente dentro de la palabra "adultos", quizás fuese esa cuestión del deseo de tener una casa y de la conciencia del dinero que para ello hace falta, quizás fuese que a los personajes se les habían empequeñecido las cosas y que esto era algo que necesitaban para seguir viviendo, que sus recuerdos del ayer y sus recuerdos del mañana fuesen más pequeños, como esas casas que uno vuelve a ver al cabo de los años y no son tan grandes como se recuerdan. O quizás fuese que lo que pasaba entre los personajes era algo complejo y que no podría nunca ser del todo resuelto. Quizás fuese también la sensación de ver coches en un mundo de cowboys. Ahora el país ya no es tan ancho como era, las hazañas suceden a hora fija, según un calendario deportivo, y son medidas por un cronómetro.

Pero quizás no sea eso, quizás adultos no sea la palabra, quizás sea otra cosa, venid este martes 30 de enero, a las ocho, al cine-club Chantal, en La Ingobernable,Calle Gobernador 39, venid y lo vemos y lo hablamos y lo pensamos. 

Y si queréis podéis venir vestidos a cuadros, iréis a juego con la película.The Lusty Man (Hombres errantes, Nicholas Ray, 1952).
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La Marsellesa (Jean Renoir, 1937)

30/7/2017

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Ese que veis ahí, zampándose unos tomates, verdura por entonces exótica, es Luis XVI. 
Las circunstancias a las que se refiere la mujer que pregunta, que no es otra que Maria Antonieta, son la Revolución en curso, son el mundo cambiando a cada rato.  
En la película que vimos la semana pasada también el mundo iba cambiando a cada rato, eran los últimos años de la Unión Soviética, los primeros de lo que siguió, y al mismo tiempo que cambiaba un país veíamos, a ratitos, cómo iba creciendo y cambiando una niña, la hija del cineasta. 
En la película de esta semana veremos de nuevo la Historia en curso, del 14 de julio de 1789 al 20 de septiembre de 1792, y la veremos desde varias distancias, a veces cerca de lo que se considera el centro (París, los momentos clave), a veces en la periferia. 
El cineasta, Jean Renoir, imagina en 1937 algunas escenas del siglo XVIII y su mayor interés parece ser el de lograr siempre que cada escena, cada plano, estén vivos, el inventarse un presente de detalles para ese pasado tan cargado de sentido. 
En esta película siempre están pasando al menos dos cosas al mismo tiempo, a veces es porque el acontecimiento importante ya ha sucedido y lo que importa es la manera de dar la noticia, a veces es porque el acontecimiento es como la réplica en miniatura de otro más famoso en el que no podemos evitar pensar (en vez de ver la toma de la Bastilla vemos la toma de otra pequeña fortaleza con métodos griegos), a veces es porque se habla de política pero también de comida (mucho, y comen tomates, patatas, pollo, conejo, cerdo, cuervo...) o de la mejor manera de combatir los juanetes (porque esta es una película donde los personajes principales son voluntarios del pueblo, soldados de a pie, e ir a pie de la periferia al centro da mucho riesgo de juanetes).
Y alrededor de esos voluntarios están la naturaleza, el mar, otros personajes, hay una treintena que tienen al menos un momento en el que son el centro de la película, el mundo desborda, todo se mueve, y la cámara también, siempre hay algo que ver al lado, algo que podría ser tan interesante como lo que estamos viendo, aunque a veces también se detiene, deja de acompañar una batalla para quedarse con los heridos que apenas consiguen levantarse, para hacer sentir, aunque sea un instante, la presencia de los muertos y de quienes los lloran.
Hay un momento muy bonito en el que uno de los personajes, herido en la pierna, se fija, quizás por pudor de su propio dolor, en un bebé que llora en brazos de una mujer, un bebé que está llorando no por los disparos ni por miedo, sino porque le están saliendo los dientes. Ahí están, al mismo tiempo, esos dientes de bebé que salen y, del otro lado de la pared, un acontecimiento de esos que quedan en los libros.  
El mundo está cambiando y se nota también en que aparecen palabras nuevas, "revolución", "nación" y en que los personajes salen de sus pueblos, se encuentran, el pintor habla con el estibador, el albañil habla con el campesino, y aprenden juntos a hablar y a pensar pero también se enseñan los unos a los otros los saberes que traen de sus vidas anteriores, se enseñan a hacer una chimenea en el monte, a cazar con un cinturón y una piedra, a cargar un fusil, a cantar una canción, no paran de aprender cosas, da la sensación de que la revolución es gente aprendiendo cosas nuevas todos los días y quizás por eso parece que siempre están alegres, incluso cuando refunfuñan.  
Y la película es también, claro, la historia de una canción, La marsellesa, de cómo prende como el fuego, una de esas cosas que pasan y podrían no haber pasado, otra cosa más, entre las patatas y los juanetes, entre los tomates y la caída de un rey, pero eso ya lo veremos este martes, a las ocho (seamos puntuales, la película dura un poco más de dos horas), en el cine-club Chantal, en el CS La Ingobernable, tercer piso, sala 11.
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