Será en Run of the Arrow (por aquí se tituló Yuma), que es de Samuel Fuller y es una película del oeste de 1957. Una película que, como la de la semana pasada, es áspera pero también bella. Una película hecha de tierra y polvo, de sudor, sangre y largos momentos de acción, pero también de largos momentos de palabra, de personajes que hablan, que se hablan los unos a los otros, y piensan, y argumentan, mientras frente a ellos, o tras ellos, hay gente en silencio, gentes que estando ahí, aún en silencio, hacen presente a toda una comunidad, como si fueran el coro de una tragedia, un coro mudo pero necesario porque de lo que se trata es siempre de eso, de pertenecer o no pertenecer a una comunidad.
La semana pasada el personaje de Medea dejaba su tierra y al hacerlo perdía algo que tenía que ver con la magia y con el sacrificio, con la naturaleza que antes le hablaba y ahora se hacía muda. La película parecía por momentos un documental imposible sobre un tiempo arcaico, asombrosamente inventaba un pasado que lograba hacernos sentir esa extrañeza: aquellos tiempos no eran estos y sin embargo es el mismo mundo.
Medea viajaba en el espacio y viajaba, en cierto modo, en el tiempo. Viajaba a un lugar y tiempo en el que el sacrificio ya no tenía sentido, un lugar y tiempo donde la naturaleza ya no le hablaba, donde ya no todo era sagrado. Y el fin de ese tiempo pasado, de ese tiempo del sacrificio, no sabíamos si verlo como una pérdida o como el fin de algo ya jodido. ¿Qué fascinación era esa que nos causaba una cultura que alimentaba las cosechas con el cuerpo y la sangre de un muchacho?
Este martes volveremos a ver un rito, la carrera de las flechas que dice el título, y volveremos a no saber bien qué hacer con el dolor, con el lugar del dolor en otro mundo, en otra cultura. El viaje lo haremos con un hombre llamado O'Meara que es, como Medea, un hombre sin lugar, alguien que está jodido y que quizás es jodido, alguien que no puede decir de dónde es, alguien que solo puede decir: soy un rebelde. Rebelde porque es un derrotado de la Guerra de Secesión que se niega a aceptar la derrota y el nuevo orden. Rebeldes llamaban a los del Sur, rebeldes se hacían llamar, pero quizás hay algo más, pasada la derrota la rebeldía se convierte en una identidad sin lugar, una identidad errante. La búsqueda del personaje es la búsqueda de una identidad. Como Medea, viene de un lugar al que no puede volver y va a un lugar al que quizás nunca pueda pertenecer. Las raíces no son tan fáciles de cambiar.
Y, de hecho, ¿qué leches son las raíces? La película y los personajes se hacen preguntas así. A los doce años, Samuel Fuller, el director, guionista y productor, era repartidor de periódicos. A los diecisiete era reportero de sucesos, quizás el más joven del país. También fue soldado en la Segunda Guerra Mundial y con una cámara que le había enviado su madre filmó en 1945 la liberación del campo de concentración de Falkenau. Había ido muy lejos, había vuelto y a pesar de todo no había perdido su creencia de joven periodista en el poder de las historias contadas, en la relación entre narración y reflexión. Creía también en la eficacia narrativa y en los titulares, en captar la atención y mantenerla. Dijo una vez: “toda gran película es una película sobre la educación”. En esta película sobre un derrotado, en esta película que no resuelve nada, hay sin embargo una creencia en la comunicación, una creencia en la relación entre la película y el espectador, en que hacer una película y verla puede servir para algo, para pensar, para hacerse preguntas, para no resolverlas pero sí saber que están ahí.
Es una película del oeste, una película de la tarde en el cine o frente a la tele, una película de aventuras que gracias al polvo, a la tierra y a la sinceridad de las preguntas que plantea parece verdadera, o incluso realista, a pesar de estar hecha de disfraces, a pesar de que uno de los sioux, Charles Bronson, naciese en Pensilvania de familia lituana, y otra, Sara Montiel, naciese en la Mancha, y quizás también sea la ocasión de pensar qué puede lo falso, qué puede la ficción cuando se sabe ficción, qué pueden las historias que nos cuentan y que nos contamos, cual es el fino borde entra la fábula y la propaganda, o quizás no, ya veremos, ya oiremos, ya pensaremos, si venís este martes a la Ingobernable, planta tercera, a las ocho y un poco (pero no mucho).