En realidad la película de esta semana, Yi Yi, que es taiwanesa y del 2000, no es la historia de un primer amor. Es, por lo menos, la historia de tres primeros amores, tres momentos de tres primeros amores, pero tampoco es eso a primera vista, no, a primera vista son unos días, quizás unas semanas o meses, de una familia taiwanesa. Es la vida cotidiana de una familia pero también se puede pensar, y la película incita a hacerlo, que es como si estuviésemos viendo la vida completa de una persona, desde el nacimiento hasta la muerte, pero en en vez de inventarse un personaje al que veríamos desde el principio hasta el final de su vida lo que hace la película es darnos a unos personajes que están cada uno en una edad, durante unos días que son para cada uno de ellos un momento con sentido, un momento en el que algo podría estar cambiando.
Durante esas semanas todos están haciéndose preguntas, todos están en el medio del camino de sus vidas y en una selva bastante confusa. Pero si todas esas vidas son en el fondo la imagen de una única vida ¿cómo puede ser que una vida tenga tantos medios? ¿Cómo sería una vida en la que cada día fuese el medio de la vida? Hay un personaje que dice algo así, o que da a entender algo así, que cada día es un nuevo principio, que por qué tenemos casi siempre miedo a las cosas nuevas. Es un personaje japonés y un poco mago, un tipo sobre el que se posan sin miedo las palomas y que da respuestas, pero respuestas de esas que hay que repensar, respuestas de esas que son como preguntas, como pelotas que te reenvían. Y hay otro personaje que quizás podría responder a todas esas preguntas que se hacen los personajes, alguien que quizás se sepa las respuestas porque ya ha debido de hacerse y de vivir todas las preguntas, pero resulta que ya no habla. Así que por toda respuesta hay silencio y oráculos. Y también las respuestas que vayan encontrando por sí mismos los personajes, que quizás no sean respuestas para siempre pero sí respuestas para seguir viviendo, para no venirse abajo al pensar de qué están hechos los días que viven y de que estarán hechos los días que les quedan por vivir.
Todo esto sucede en esos lugares y con esas cosas de la vida cotidiana que si no son feas al menos dan pereza, o a mí me dan pereza, como las bodas con banquete e invitados reborrachos, las reuniones de empresa, la luz de las fotocopiadoras, los muros y suelos de verdadero o falso mármol, los macdonalds, las escaleras mecánicas, las autovías elevadas, los cuñados pesados, las cafeterías con aire de franquicia, los profesores autoritarios, las relaciones con broncas cíclicas, todas esas cosas que no son tesoros preciados que querríamos compartir con personas a las que amamos un poco o un mucho, todas esas cosas y lugares que no son bellísimos muñecos gatunos ni tiendas de antigüedades como de cuento, ni lugares desde los que ver el amanecer, todo ese mundo que no es de película y que sin embargo se vuelve singular por la manera en la que está filmado, por una simple cuestión de ángulo y de distancia, que a menudo es lejana, pero no siempre, lo suficiente para dejar ver y entender lo que cuentan los cuerpos, una manera de estar de pie, de sentarse, de sujetar una bolsa, lo suficiente para que la ciudad exista siempre alrededor de los personajes.
En la película de la semana pasada había lugares mágicos pero también lugares más banales que sin embargo resultaban siempre, de alguna manera, bellos sin dejar de ser banales, y quizás fuese simplemente porque estaban dibujados, quizás fuese esa sencilla distancia del dibujo, y en la película de esta semana, aunque no sea de dibujos, también hay algo de esa magia que permite ver lo de siempre de otra manera. Parece que estamos viendo el mundo de todos los días, un mundo que también es el nuestro, pero, de pronto, por la mirada del cineasta, se nos hace sentir que ese mundo un poco frío, un poco cansino, ese mundo que quizás miramos como si no fuese de veras el mundo, como si fuese un incordio, es de veras el mundo, es de veras el lugar en el que podemos estar presentes y sintiendo y viviendo al borde de un cambio, son los lugares un poco grises en los que quizás vivimos con más intensidad, lugares dispuestos a quedarse en la memoria de una o dos personas, por un día, por una noche que a la luz de los semáforos fue diferente de las demás.
Y quizás ya me estoy alargando mucho, recuerdo que el año en que la estrenaron esta era la película que más me gustaba y que le quería hablar a todo el mundo todo el rato de ella y que fuesen a verla sin falta, quizás porque parecía que era como la vida y sin embargo era algo más y, aunque dura tres horas y eso puede parecer mucho, si lo pensamos bien tampoco es tanto, es una condensación, la vida en tres horas, es al mismo tiempo una condensación y una distancia, una distancia que sabe dar el mismo peso a lo bello y a lo ridículo, a lo entrañable y a lo violento, algo que te permite pensar y ver la vida desde otro ángulo, desde un ángulo que al mismo tiempo tiene gracia y duele, que tranquiliza e inquieta, es de esas películas de sonreír y estar a punto de llorar, y no quisiera adelantar mucho más, pero estas preguntas y algunas de sus respuestas posibles también caben en la película, que resulta que también podría ser, a última hora, sin que nos demos cuenta, y con mucha gracia, la historia de una vocación, quizás una vocación de cineasta.
Todo esto será este martes, a las ocho, (dura casi tres horas así que, por favor, seamos puntuales, para que luego nos dé tiempo a hablar mucho), en el cine-club Chantal, que está en la tercera planta de la Ingobernable, C/Gobernador 39, Madrid, como quien dice Taipei, los semáforos son los mismos, a ratos rojos, a ratos verdes.