Veámosla en el Cine Club Chantal, mañana martes día 8 de mayo a las 20.00 en la Filmoteca Popular (Sala 3.11) de la Ingobernable, casa de todas. Sed puntuales, que es larga. Y no reírse de Laurie Anderson ni de Wittgenstein, por favor, que bastante tienen, o tuvieron, con lo suyo.
En Corazón de Perro, la película que vimos la semana pasada, Laurie Anderson citaba aquello de Wittgenstein de que es mejor callar sobre aquello de lo que nada puede decirse. A mi, que soy de fácil acomodo en el silencio pero también en las contradicciones, me hizo gracia pensar que en toda su película se dedicaba justo a lo contrario: a hablar mucho de todos esos asuntos indecibles, de cosas de las que, en propiedad, no podría decirse nada. De la muerte, claro; pero también del talento musical de su perra; de los motivos íntimos de su colega Gordon para cortar casas por la mitad; de lo que sueñan los bebés que se van de repente, por muerte súbita; de los cuarenta y nueve días (¡49!) que al parecer pasa un alma errando entre la muerte y el renacimiento; de si el último sentido que une a un ser humano con la vida, mientras muere, es el oído. Anderson hablaba mucho, e incluso iba y le ponía imágenes a todo, imágenes que, sin embargo, por lo que pudimos discutir después, nos parecieron menos expresivas que la palabra. Al fin y al cabo, la palabra fue lo primero, ¿no?. En ese afán de hablar de lo que en realidad solo puede ser mostrado, la película de Anderson se parece, un poco, a la que vamos a ver mañana: Ordet (La Palabra), de Dreyer. También se parece al propio Wittgenstein, que a pesar de su famosa apología del saber estar calladito, y de haber trabajado de jardinero en un convento, probablemente muy a su rollo todo el rato, también era alguien fascinado por lo místico, por merodear los límites de lo que puede hablarse y pensarse. Creo que en poco más, aunque no sea poco, se parecen ambas películas. Ordet es una obra sobre la muerte, la religión, la fe y la experiencia mística: durante sus dos horas y pico de duración, los distintos personajes encarnan distintas formas de vivir lo espiritual, la relación con Dios, y la muerte de alguien querido; sus imágenes, con planos y secuencias extrañamente largos, están atravesadas de tiempo y de experiencia, de una forma en la que una voz en off carecería, creo, de todo sentido. Parece de una aproximación muy distinta a la que vimos en Outtakes from the Life of a Happy Man de Jonas Mekas (con esas referencias a San Juan de la Cruz), o de nuevo en Heart of a Dog, donde la fugacidad y el “dejar pasar” las imágenes, sin aferrarse a ellas, muy budista todo, se ve sustituido por una especie de deleite quietista en la lentitud que te prepara para lo inesperado, lo imposible, lo inexpresable. Me atrevo a decir, no sin vértigo, que todo logra hacer de La Palabra algo más que una película, que la convierte casi en una experiencia mística en sí misma. Yo la vi hará diez o doce años, en otro cineclub que ya no existe; me impresionó mucho. No la he vuelto a ver desde entonces, manteniendo, quizás, un silencio respetuoso sobre ella y sobre lo que hizo aflorar. La Palabra es un pequeño milagro: leí hace unos días que Jutland, donde se grabaron los exteriores (y el lugar de residencia del autor de la obra de teatro), era un lugar tan ventoso (como el Bardo de los cuarenta y nueve días que se imaginaba Laurie Anderson) que nunca antes se había conseguido rodar allí una película sonora; Dreyer tuvo que filmar alguna escena en silencio, y doblar los diálogos en el estudio, pero La palabra salió adelante, vaya y que si salió. Veámosla en el Cine Club Chantal, mañana martes día 8 de mayo a las 20.00 en la Filmoteca Popular (Sala 3.11) de la Ingobernable, casa de todas. Sed puntuales, que es larga. Y no reírse de Laurie Anderson ni de Wittgenstein, por favor, que bastante tienen, o tuvieron, con lo suyo. Manuel
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