14/11/2017
Dicen que Gregory La Cava rodaba con una botella de alcohol guardada en el bolsillo de su abrigo. Quizás buscaba un instante de inspiración para reescribir el guión, un poco como hacía Leo McCarey mientras tocaba el piano en el estudio.
Aunque prefiero imaginar a La Cava mirando a través del fondo de una botella, como si fuese una lente que tuviese un efecto similar al de ese espejito negro que Manet, según contó a Proust, utilizaba para mirar sus cuadros y comprobar que, efectivamente, aquello se sostenía.
Desde una botella las escenas funcionan de otro modo y tal vez a partir de ahí La Cava reescribió el guión, dándole al personaje de Ginger Rogers una presencia y protagonismo que no tenía en la obra de teatro que estaba adaptando. Como si Stage Door (Gregory La Cava, 1937) necesitase de Ginger Rogers para evidenciar el juego de espejos que componen las mujeres aspirantes a actriz que viven en la misma pensión de New York, y que se despliega acrecentado tras la llegada de Katherine Hepburn en la primera secuencia de la película.
Ese es el primer punto de encuentro que hallo con respecto a la película que vimos la semana pasada, Lola (Jacques Demy, 1961). El juego de espejos entre los diferentes personajes a contemplar.
El segundo es el sueño de un porvenir distinto: en este caso un sueño de neón lejano al de la vida en la pensión en la que comparten un deseo común que cada una sostiene como quiere o puede.
Sueños y espejos visibles en la otra, sobre todo desde el rostro de Andrea Leeds
profético del tiempo por venir
el próximo martes en la sala 3.11 de La ingobernable