'Entonces, si no éramos asesinos, no eramos nada'. Es probable que esta frase la hayamos escuchado o imaginado decir por alguno de los personajes en multitud de películas del cine norteamericano de los años 70. En torno a este subgénero, a falta de un nombre mejor, solo el ojo más vivo podía sentir las diferencias entre lo semejante, pues una vez agotada la repetición de patrones como asesinos-perdedores-fuera de la ley-drogadictos-escapistas, totales o parciales, la cuestión era encontrar el camino a seguir. No fueron pocos los directores que se aventuraron en esta nueva empresa, donde desde el protagonismo de personajes masculinos la misma masculinidad sería puesta en crisis. Tómese el ejemplo de la película de la semana pasada, un western revisionista "El juez de la horca": ante el desmoronamiento del viejo mundo, se reescribe el mito fundacional de América, encabezado por Paul Newman, ley que se yergue fuerte y firme, como lo hizo antes del comienzo de la Historia. Sin ánimo de hacer sociología, dificultades como esta nos revelan la verdad del 'estado de las cosas' en américa tanto como cuestiones más serias. Faltaban entonces las mujeres, y llegó Ridley Scott e hizo Thelma y Louise; faltaban entonces directoras en América y 'desde América' y apareció Kelly Reichardt con su primera película "River of Grass". Puestos a reelaborar los códigos de las road movie de los 60 70, Reichardt, conocedora de la Historia, accede a no limitarse y triturarlos. Ya no es un hombre, sino una mujer, que además habla, piensa y dialoga, verbaliza -la mayor de las veces en voz en off- lo que siente, y lo pone en cuestión con su pasado, memoria en presente continuo. El planteamiento sobre la fatalidad del destino -tan propio también de las road movies de los 70, ahora pienso en "Two Lane Blacktop", donde la película literalmente se quemaba al terminar- será discutido. Lo mismo puede decirse del tono, dado que múltiples contingencias pueden producir comedia, cualesquiera que estas sean, tan rápido sobre esta se elabora y entreteje el drama. Hay pues, peculiaridades tanto en la puesta en escena como en los caracteres de los personajes, más concretamente en la protagonista; en ella encuentro una expresión sincera, envuelta en el gran arte del misterio, con esa especie de simplicidad tan universal. Así, dice la canción: Os esperamos el martes 24 de julio en la sala 3,11 de la planta 2 del CSO La ingobernable.
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Un día hablando con una gran amiga me contó algo que había reflexionado sobre Mekas. Me dijo: Mekas sufrió el probablemente mayor horror de la historia de la humanidad, los campos de concentración en la 2ª Guerra Mundial, 'había mirado a la muerte a los ojos'. Tal situación le forzó a huir como expatriado desde Lituania, su país natal, a Nueva York. Es allí donde junto con su hermano Adolfas pudo comprar su primera cámara. Los americanos no tienen historia y no saben verdaderamente lo que es una guerra. Mekas, arrastrando consigo gran parte de la historia reciente de Europa, pudo realizar películas que miraban directamente al horror como algunos de sus compañeros europeos en el continente (Resnais, Marker, Launzmann) o bien proyectarse en un presente continuo e inundar sus imágenes de belleza. Mekas optó por la segunda opción, dedicando su vida a grabar la realidad más inmediata, en forma de una especie de autobiografía.
El vitalismo que vemos en su cine está estrechamente ligado a su propia vida: el pasado año cumplió los 95, y no parece que quiera abandonar la cámara, ya sea digital o analógica, que le ha acompañado desde su llegada a Nueva York en los años 40. Mi amiga apostilló en último término una suerte de idealismo muy similar al que refleja la voz de Mekas en sus películas: 'estoy segura de que Mekas en su lecho de muerte se irá en paz, con la certeza de haber sido un hombre honrado...sin embargo, un compañero y cineasta de su generación: Peter Kubelka, morirá como un ángel caído, y es que en una de sus primeras películas se podría decir que casi 'aniquila' el cine con fundidos en blanco como metralletas, a lo Malevich... (¿no son Mekas y Kubelka dos modos antagónicos de enfrentarse al cine, ambos europeos, cercanos al holocausto, pulsión de vida y pulsión de muerte?). Un lugar común sobre el cine de Jonas Mekas es que todas sus películas son iguales, al menos las que grabó hasta comienzos de siglo con su bolex. En cierta medida esto es cierto, sin embargo es en la semejanza es donde encontramos las diferencias. Outtakes of the Life of a Happy Man se trata de imágenes descartadas de algunas de sus películas, narradas mediante la voz en off de Mekas en el momento de la edición. Un ejercicio de memoria por el que recorre cuarenta años de su vida en apenas una hora de película. Vemos a Mekas tras la moviola, se graba de noche mientras trabaja, y uno piensa en la sensación que le produce al cineasta el contacto con sus viejos materiales, como si en unos instantes todas esas imágenes reescribieran su memoria. La armonía que busca en las idas y venidas de su espíritu y las de su discurso, el sentido en movimiento que recorre las palabras, la ideal correspondencia de las ondulaciones de su pensamiento, plasmado en palabra e imágenes que, tomadas individualmente, ya no cuentan, y el nuestro, no tienen pues otro objeto que reproducir el ritmo de su pensamiento, y ¿qué es este ritmo sino el de los movimientos nacientes con su cámara sobre su pecho, apenas conscientes, que le acompañan? Añadida la palabra, todo el arte de Mekas consiste en esto. Yi Yi, la anterior película que vimos en el Cineclub Chantal, tenía como objeto mostrar tres vidas de una familia cualquiera de Taiwan: padre, hija e hijo, cada una con su propio recorrido, en un breve lapso de tiempo y sin apenas entrecruzarse. Sin embargo existía una unión muy fuerte entre padre e hijo: una cámara que el primero regalará al segundo y con la que este realizará fotos de todo aquello que está vedado a la mirada (las nucas de compañeros y familia y los mosquitos de su hogar). EnOuttakes from the Life of a Happy Man Mekas dice así: 'hace mucho, mucho tiempo, yo estaba…sentado en la cama, junto a mi padre, debía tener tal vez cinco años, tal vez cinco años, y le contaba, le cantaba, con esa especie de voz cantarina, lo recuerdo muy nítidamente, como si fuese hoy, le contaba, le cantaba, lo ocurrido durante el día, lo que habíamos hecho en el campo, habíamos ido al molino, cada detalle del día se lo cantaba a mi padre con tal intensidad, con tanta implicación… me sentía completamente transportado... por aquella recreación del día… hasta el menor detalle esencial del día, lo recuerdo muy nítidamente, y sé que todo lo que hago ahora, todo lo que he hecho desde entonces, es un intento de alcanzar, de recuperar, ese grado de intensidad, ese grado de cercanía con la realidad... al mirar, al cantar... lo que está ahí, ante nosotros, justamente ahí, cada detalle, cada detalle… del día, y es…la felicidad'. Pareciera como si Mekas fuera aquel niño de Yi Yi que hace fotos siempre por primera vez. La veremos el martes 17 de abril a las 20h en la sala 3.11 de el Csoa La Ingobernable. Buscábamos un Robinson, nombre del protagonista de London, documental que vimos la semana pasada. En él existía una especie de sistema de reciprocidad de manera que Robinson y el narrador en primera persona, alternados o conjugados, reaccionaban uno sobre el otro, alterándose, transformándose para finalmente quizá ser equivalentes el uno del otro. Robinson nunca apareció y sólo nos pudimos hacer una imagen mental de él, de tal modo que la búsqueda de Robinson continuaba, y así llegamos a Moby Dick.
¿Y quién es Moby Dick? Un tipo raro, muy suyo, aficionado al juego, muy muy gordo y grandote al que todos tenían miedo y que cuando se enfadaba quemaba cosas. Tenía un LandRover y costaba mucho entenderlo, a veces se dormía de pie, en cualquier lugar, y le gustaba mucho contar historias rocambolescas. Algo de eso recuerdo de las descripciones de Caparrós, Valdivia y el reportero. Pero, ¿son estas ciertas? ¿Existe ese Moby Dick? Y si existe, ¿sigue vivo? Lo que si sabemos es que Valdivia era un chatarrero de Poble Nou, viejo amigo de Moby Dick, como Caparrós. Entre los tres, cuentan en la película, desmantelaron por completo las fábricas de la RAM. Que la elocuencia del narrador delegado en Valdivia no nos engañe, que tampoco lo haga el reportero con su narración y preguntas, en el núcleo de la no intervención reina, desde que se coloca la cámara y toma un punto de vista, la manipulación. Es en el acto de contar historias, de Valdivia, de Jordi Vera -la persona que fotografió a la banda en sus mejores años-, de Caparrós y de todos las personas que hablan en la película, donde la realidad bruta registrada se desnaturaliza, es contrariada y falseada, así, lo que de esta se 'extrae', la ficción lo incorpora en su seno, revaloriza su sentido y coherencia y todos esos materiales finalmente encuentran su 'verdad', dialécticamente. Las personas reales, Valdivia y Caparrós, pero también, el reportero y narrador -uno de los dos directores de la película, se muestran en su verdadera dimensión, dentro del relato, como auténticos arquetipos: pienso en los western llamados crepusculares, género donde es más que apreciable el paso del tiempo, el fin de los modos de vida tradicionales del viejo oeste y la llegada de un nuevo orden económico/tecnológico/social que los borra. Veremos que hay mucho de eso, la banda de Moby es expulsada de las fábricas de la RAM, algunos se pierden, otros desaparecen, los años de grandes fechorías parece que han terminado, sin embargo, como los veteranos (anti)héroes del western, Valdivia y los espectadores con él tienen aún una última misión: encontrar a Moby Dick. Os esperamos el martes 23 de enero en el Cineclub Chantal, en la sala 3,11 de la Ingobernable. ¿Qué pasaría si nos viéramos en un concurso de algo que tan sólo conocemos teóricamente pero jamás lo hemos practicado? ¿Y si este concurso fuera de pesca? ¿Y si no sólo tuviéramos la posibilidad de aprender la práctica de la pesca, sino también del amor? En The Grass is Greener (Stanley Donen, 1960), la anterior película que vimos, una escena de pesca definía muy bien la situación de los personajes en ese tiempo concreto de la película. La película que veremos este martes, Man's Favorite Sport? (Howard Hawks, 1964), también comedia, también, por así decirlo, ‘últimos coletazos del cine clásico’, tiene la pesca como escenario principal sobre el que se sitúa el relato. Roger Willoughby es un empleado en una tienda de pesca de unos grandes almacenes. A fuerza de hablar con sus clientes él ha aprendido todo lo necesario sobre este deporte: aparejos, anzuelos, carretes, sedales, profundidad y temperatura del agua, mejores horas para la pesca, y en especial, la técnica de lanzamiento de la caña de pesca. Tales conocimientos le han permitido ser el favorito de los pescadores que acuden a la tienda en busca de consejos, y por supuesto, de su jefe. A diferencia de The Grass is Greener, donde la preservación de las apariencias estaba vetada desde que la pareja protagonista realiza visitas guiadas a su mansión, en la película de Hawks, ahora sí, el protagonista debe que mantener su reputación, puesto que la vida no consiste en vivir, sino en ‘vivir bien’. ¿Cómo va a decirles a todos que es un impostor, qué jamás ha usado una caña de pescar, ni sabe nadar, ni montar en lancha, más aún, que odia el pescado? No hay tiempo, tres días, para aprender un saber práctico, entiéndase como tal una ‘técnica’ puramente instrumental, por lo que uno, Willoughby, se debe abandonar al dominio de la fortuna (bien pudiera ser aquella joven que mete al protagonista en todo este follón, Abigail). La rueda de la fortuna, entonces, una vez activada, seguirá dando vueltas y rumiando, puesto que nunca calla, y como si hubiera depurado la elegancia de sus líneas, donde todo movimiento, hasta el más breve, genera un otro y esto, lo otro, deviene lo otro de lo otro mismo, así, fotograma a fotograma, plano a plano, todo ello, formarán, aunque cierta mesura no me debiera permitir tal afirmación, un armazón casi perfecto. De tal modo que a uno le da por recordar la película y piensa en un oso en motocicleta, en flotadores gigantes y peces bravos, y pieles rojas que citan a Confucio, en almacenes con barras de bar giratorias y cremalleras que se abrochan y desabrochan cuando deben hacerlo, y, en fin, en una muchacha que no es fría, más bien un poco demasiado inquieta, demasiado persuasiva, por un tiempo demasiado consciente de su importancia. Si el protagonista lograse controlar todo ello, si se erigiera por encima de las contingencias, sería él el encargado de la satisfacción de sus necesidades y de la producción y el dominio de aquellas, ¿Lo logrará? Y si es así, ¿qué se pondrá en juego con ello? La veremos mañana martes 12 de septiembre a las 20h en la sala 3.11 del CS La Ingobernable. En Macunaima dimos buena cuenta de que el antihéroe protagonista (un personaje definido como vividor, vago, al que incluso se podría tachar de estúpido, recordemos aquella escena de la piedra y los huevos, entre otras cosas) no tenía o más bien no ‘sufría’ evolución alguna a lo largo de la película. La vimos un 15 de agosto, día de ferragosto allí en Italia, mismos día y lugar donde se desarrolla La escapada. Un joven muchacho, Roberto, se ve envuelto en las corredurías de Bruno, hombre de mediana edad, vividor y pendenciero. Sin alternativa alguna, pues como veremos mediante su propia voz en off, que manifiesta una enorme incapacidad de hacer lo que se supone que debe de hacer, Roberto iniciará un viaje en coche junto a Bruno donde la Italia resurgida tras la posguerra y el neorrealismo no solo servirá como contexto sino que cobrará una importancia tal como la de los dos protagonistas (como aquel Brasil de Macunaima). Cuando pienso en La escapada siento que tiene eso específico de las comedias italianas de la época: el ritmo. No hay lugar aquí para definirlo, si bien una película de tres horas puede resultar azarosa y entretenida y otra de apenas una hora invitar a cierta modorra, entrando así ya en el terreno de la subjetividad, digamos que la rapidez de los diálogos y el hilo aparentemente arbitrario con el que se hilvanan las secuencias (de elipsis en elipsis, una tras otra, sin ‘tiempos muertos’), logran cobrar cierto sombrío encanto, tanto que hoy, años después de ver la película por primera vez, cuando se remonta como una burbuja del fondo de mi memoria, aún conserva esa virtud propia a través de las superpuestas capas de ambientes distintos (la carretera, los restaurantes con caldo de pescado, el mar…) que franquean hacia la superficie. Sus protagonistas, tan extrañamente usuales y desdeñosamente familiares, corren el riesgo de ser tan solo meros arquetipos (en especial el vividor Bruno), cuya amistad construida a lo largo de la película, entonces, sería una mera prolongación de estos, y hete aquí mi duda: si Bruno es tan solo un monigote alto y carismático con el rostro y la voz llenos de cicatrices, -que yo no quiero que así sea- pero que se ocultan tras el garbo y la eterna juventud de un hombre que, en el fondo, tras su provechosa fachada, y como él confiesa, es un fracasado. Por el camino se tocan temas como la infancia en el hogar, recuerdos del primer ‘amor’ o los lazos familiares, sin embargo observo que no se produce algo así como una solidificación completa. En La escapada se dan dos formas de ver la vida, jugando con una inestable oposición que recuerda el perpetuo crear y recrear propio de la adolescencia (no podría ser de otro modo si, como dice Bruno una vez más: ‘La edad más bella es la que uno está día a día hasta que mueres’).
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