La última vez que nos vimos en el cine-club, a finales de julio, vimos El demonio de las armas, una película bella e intensa sobre un hombre y una mujer jóvenes con una pasión en común, las armas. Sobre esa pasión construían un amor. Un amor fuera de la sociedad. Un amor fatal que sólo podía llevar a la muerte. Por el camino, además, atracaban bancos, tiendas, oficinas y demás lugares con dinero y cajas fuertes.
Este martes volveremos a ver a una pareja con una pasión común. Ya no serán las armas, sino los aviones. Y ya no será una pareja joven, sino un matrimonio de una cierta edad. Han pasado por la pobreza y la angustia del día a día y ahora tienen algo así como una situación estable, con una hija, un hijo y un taller mecánico en una pequeña ciudad de provincias. Una de esas pequeñas ciudades que lo mismo pueden saber a hogar que a encierro.
Entonces llega la aviación a sus vidas. Recordad que es un tiempo en el que volar era todavía algo inusual, algo un poco heroico y que daba miedo. Era todavía un tiempo de proezas y elegidos. Pues resulta que en la pequeña ciudad hay alguien, un médico, una de esas personas a las que escuchan en los consejos municipales, que quiere impulsar allí la aviación popular, que quiere que cualquiera pueda tener acceso, al menos una vez en su vida, a lo inusual y a la elevación. Así que en la pequeña ciudad habrá un aeródromo abierto a todos.
Los aviones no son cualquier cosa, claro. La película cuenta una historia que transcurre en los años treinta, una historia de gente que recuerda la primera guerra mundial (el marido fue entonces mecánico de aviones) y está rodada en 1944. Los aviones, en el momento del rodaje y en tantos más, son guerra y son bombas, aunque la película no dice nada de eso, quizás porque no hace falta, porque todos lo recuerdan. (Pero Grémillon sí lo filmaría ese mismo año en El 6 de junio al alba, una película que mostraba a ras de tierra lo que eran los bombardeos, aunque fuesen aliados.) En El cielo os pertenece vemos aviones que pueden ser simplemente elevación, sorpresa de estar volando. Podemos imaginar aviones que no sean ni guerra ni comercio ni viajes, ni siquiera búsqueda de nieva en las más altas cumbres, aviones que sean vuelo sin más utilidad que el vuelo mismo, deshacerse durante un tiempo de la ley de la gravedad, de la ley del suelo, de la ley del día a día, hacerse ángel por un rato y luego volver a la tierra, qué difícil volver a la tierra.
En realidad la película casi no se sube al avión. La película se interesa mucho más por aquellos que se quedan en tierra que por aquellos que vuelan. Se interesa por el miedo y por la admiración, que son como las dos caras del amor. Se interesa por el miedo del que teme por el ser amado que vuela. La película, gracias a los aviones, gracias a la elevación, se interesa en realidad por la tierra, se interesa en realidad por la ley de la gravedad.
Hay que ver a ese matrimonio elevar su amor a un nuevo nivel. Hay que oírle a él hablar de esa amistad nueva que tienen gracias a la aviación, esa amistad que se añade al amor, que lo agranda aún más. Hay que ver el cuerpo y el rostro de los actores, con una belleza que no es de cine, que es de otra cosa, que es como de la vida misma y de otro tiempo (a mí ella me recuerda a una de mis abuelas). Hay que verle a él hablar moviendo las manos, como echando las palabras hacia delante. Hay que ver en la mirada de ella cómo es atravesada por la llamada del cielo. Hay que ver toda esa pasión en cuerpos maduros, en cuerpos que el cine no suele mostrar así.
Sí hay que ver todo eso que es tan lindo, pero la película no nos deja creer que esa pasión tan bella de ver sea además inocente. Es una pasión asocial, para bien y para mal. Una pasión que se deshace de todo lo que quiere hundirla en la ley de la gravedad pero también una pasión que destruye otras posibilidades de elevación, no os cuento el qué, pero es un momento que da pena, pena por el daño hecho, pena por ver a los personajes capaces de hacer ese daño.
El vuelo no suprime las contradicciones, sólo las suspende durante el tiempo que se está ahí arriba, en el aire. Tras el vuelo hay que volver hay que volver a tierra o desaparecer en la muerte y si uno vuelve no puede olvidar que la vida terrenal está hecha de fuerzas y deseos que van en sentidos contrarios. Esas contradicciones la película no las resuelve, si acaso las atraviesa con su movimiento y sus emociones, pero sin sintetizarlas, sin dar una respuesta que dé sentido al conjunto y subordine el dolor a la alegría o la alegría al dolor.
Jean Grémillon en un principio no quería ser cineasta sino músico. Fue un chico de provincias revelado por la música, como la hija de la pareja aviadora. Pudo ir a París, pudo ir a estudiar lo que soñaba. Eran los años veinte, eran tiempos del cine mudo y para ganarse la vida tocaba el piano en salas de cine y de ahí, del piano, fue derivando al cine (luego la ley de la gravedad del mundo del cine lo tiró para abajo y se quedaron muchas películas por hacer, sobre la Comuna de París, sobre la Guerra Civil, sobre la revolución de 1848, pero esa es otra historia de elevación y gravedad).
Para Grémillon el cine empezó por la música y en cierto modo así siguió, por una música hecha planos, hecha ritmos. El cielo os pertenece a a veces se acelera, con grupos de gente que corren por las calles o por los campos de aviación. A veces la película se ralentiza, como un adagio. Se ralentiza al caer la noche. Se ralentiza en una estación de tren bajo la lluvia, en una estación de tren hecha del gris de la lluvia que cae y del negro de los paraguas.
La película avanza así, acelerándose y deteniéndose, entre muchedumbres e intimidad. La película avanza rápida y lentamente y si os dejáis llevar por su movimiento acabará por arrastraros hasta una emoción final, un movimiento de emoción que no borra las contradicciones, porque como en la vida el dolor no borra la alegría vivida y la alegría no borra el dolor vivido. Es muy extraña esa sensación que deja el final de la película, una sensación de creer y no creer al mismo tiempo en la belleza del mundo, en su posible belleza, como si la creencia en su belleza sólo pudiese ser plena si en su seno hay algo de esa incredulidad, de ese recuerdo de que la vida no se va a detener ahí sino que va a seguir, con sus contradicciones, con su peso, con sus elevaciones, pero también que sin eso, sin los momentos de elevación, el mundo acabaría por hundirse por su propio peso, porque no sólo de gravedad vive el mundo.