Tras acompañar al padre Moretti por su crisis laboral y existencial (tantas veces depende una de la otra, ya no digamos siendo cura), queda el poso de tristeza, pero no abandona la sonrisa. Por su ligereza o espontaneidad, trasciende una luz agradable, pese a la decepción del protagonista, una parroquia sin presencia divina, una revelación sin epifanía. Sin embargo, en “Lola” todo parece orquestado, sincronizado, dejándose intuir una especie de providencia que cruza a sus personajes como marionetas en manos de un destino caprichoso. En un primer momento, a eso me evoca la dedicatoria a Max Ophuls, el director del baile y la luz, del lirismo a través de la puesta en escena. Y es que no es difícil leer esta historia como un vals de almas que en ocasiones comparten la misma canción. Pero tras recordarla, creo que la influencia va más allá de la forma y del propio contenido (y del nombre de pila de su diva); es el melodrama. Demy comparte con Ophuls la ilusión y la pena del amor a destiempo, que es de lo que creo que va la película. Y sin embargo, también queda la sonrisa. Quizá es porque, pese a los encuentros y los desencuentros, descubrimos que hay, alguien o algo, dirigiendo esta coreografía.
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