Desde el albor de los tiempos, la necesidad de trascender los límites del cuerpo a través del cuerpo mismo -con dolor y con placer- ha sido la estrategia emprendido por los ascetas, místicos y mártires de distintas culturas para alcanzar cierta plenitud (o desbordamiento) y trascender la objetiva mortalidad. Aunque desde el comienzo de la Edad Contemporánea dicha intuición se consideró más bien un mito (primero la ilustración, luego el positivismo y el cientifismo), el movimiento romántico, las corrientes esotéricas, el psicoánalisis y el surrealismo han venido reivindicando cuanto menos su valor simbólico para explicar las paradojas de la condición humana. Dicho simbolismo es el que Cronenberg explora en esta historia de deseo obsesivo -para muchos perverso o patológico- y también, por qué no, profundamente espiritual.
Cuando la semana pasada vimos El cielo os pertenece, y en concreto ante la secuencia del hotel de Marsella -momento en el que los protagonistas se percatan de su obsesión, y también de su amor y de su amor al peligro, sin que ello les impida sin embargo volar- me acordé de Crash, ya que de forma parecida sus personajes también están movidos por una atracción superior, en la que finitud y riesgo son incompresibles, irracionales y sin embargo inmediatos.
En El cielo os pertenece son aviones y en Crash coches, en la primera los protagonistas no buscan (que sepamos) una experiencia morbosa y en la segunda sí, pero en ambas la aspiración a lo sublime -entiéndase como algo terrible y superior a la temporalidad del individuo- parece evidente. ¡Disfrutadla!