En la película de la semana pasada, MobyDick, aparecía un hombre que había tenido una vida de lo más dura, que tenía recuerdos de travesuras de infancia pero también recuerdos de prisión y que en un momento decía: Me acuerdo de todo aquello. Y a veces me acuerdo de lo que me va a pasar y todo. Y añadía: ¿Sabes cómo se consigue eso? Estando en paz. Estando en paz consigo mismo. Luego, en el debate, Miriam dijo que le recordaba a un poema portugués que entendí que venía a decir lo contrario: lo peor que le podía pasar a uno era tener la perfecta memoria de lo que le va a pasar mañana y al día siguiente y al siguiente. En realidad me da la extraña sensación de que tanto el hombre en paz consigo mismo como el poeta portugués tienen razón, aunque digan cosas opuestas, y la película de Nicholas Ray tiene algo de eso, es el arte de filmar la contradicción sin negar ninguna de las partes.
En esta película el mundo del no saber lo que va a pasar mañana es el mundo del rodeo, uno de esos mundos donde se gana y se pierde dinero rápido, un mundo de toros y de caballos, de vida en caravanas, de dados, de caras marcadas por una cornada y de huesos rotos, un mundo donde por cincuenta centavos te enseñan la pierna más estropeada del mundo (¿recordáis que la película de la semana pasada estaba sembrada de piernas rotas?), donde se cuentan una y otra vez las mismas historias, cada vez más exageradas, donde las hazañas duran un instante pero su relato dura el resto de la vida y donde basta decir un nombre, ya sea de hombre, de toro o de caballo, para causar admiración. ¡Es Jeff McCloud! ¡El primero que logró montar a Zombi! Es un pequeño mundo itinerante, un resto del siglo XIX en el siglo XX. Es el mundo del Oeste, ese viejo mundo con el que se hacían las baladas y más tarde las películas, convertido ahora en espectáculo y en deporte, pero todavía errante, todavía imprevisible.
Frente a esa forma de vida está la otra, la vida en la que se recuerda lo que va a pasar mañana, la vida en la que se ahorra poco a poco, la vida en la que se desea tener una casa propia. En realidad esa vida no la acaba de vivir ninguno de los personajes, pero es un deseo que está ahí, es un futuro por el que luchar, y es, sobre todo, el deseo de un personaje, una mujer que viene de generaciones de vida errante: Los míos eran cosechadores de fruta. Mi padre era jornalero. Crecí en tiendas y campamentos. Hasta los 19 nunca supe lo que eran un par de medias. Nunca tuvimos una casa. Siempre sentí envidia de la gente que tenía casas, que vivía siempre en la misma ciudad y tenía alguien a quien amar. También para ella el tener recuerdos de lo que le pasará mañana sería un signo de estar al fin en paz consigo misma y a su manera va a luchar por esa paz contra un mundo incierto, un pequeño mundo de hombres.
Cuando vi esta película tuve una sensación que no acabo de poder explicar: me pareció que los personajes de la película eran adultos, o que tenían problemas de adultos. No sé muy bien qué es lo qué metí inconscientemente dentro de la palabra "adultos", quizás fuese esa cuestión del deseo de tener una casa y de la conciencia del dinero que para ello hace falta, quizás fuese que a los personajes se les habían empequeñecido las cosas y que esto era algo que necesitaban para seguir viviendo, que sus recuerdos del ayer y sus recuerdos del mañana fuesen más pequeños, como esas casas que uno vuelve a ver al cabo de los años y no son tan grandes como se recuerdan. O quizás fuese que lo que pasaba entre los personajes era algo complejo y que no podría nunca ser del todo resuelto. Quizás fuese también la sensación de ver coches en un mundo de cowboys. Ahora el país ya no es tan ancho como era, las hazañas suceden a hora fija, según un calendario deportivo, y son medidas por un cronómetro.
Pero quizás no sea eso, quizás adultos no sea la palabra, quizás sea otra cosa, venid este martes 30 de enero, a las ocho, al cine-club Chantal, en La Ingobernable,Calle Gobernador 39, venid y lo vemos y lo hablamos y lo pensamos.
Y si queréis podéis venir vestidos a cuadros, iréis a juego con la película.The Lusty Man (Hombres errantes, Nicholas Ray, 1952).